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La diferencia entre querer erradicar la corrupción y conseguirlo está en comprender previamente la importancia de ésta y su relación con el conjunto de los fenómenos sociales.

Los casos de corrupción se acumulan y parece que no hay representantes públicos que no se dejen seducir por los sobresueldos legales, alegales e ilegales. El egoísmo de unos pocos alimenta la desconfianza y el individualismo de los demás. Mientras las crecientes desigualdades sociales habían incorporado a la lucha a masas de la población antes inactivas, el afloramiento de la corrupción generalizada fomenta su escepticismo y su desmovilización. Quizás sea así como la oligarquía consigue beneficiarse, tanto de esta lacra como de su denuncia. No obstante esta utilización interesada, la corrupción es masiva y real. A quienes se desmoralizan por este fenómeno, sólo les ilusiona llevar al gobierno a una fuerza política totalmente nueva como es Podemos. ¿Y si estos nuevos representantes no tuvieran la voluntad o la capacidad de cumplir lo que se espera de ellos?

La diferencia entre querer erradicar la corrupción y conseguirlo está en comprender previamente la importancia de ésta y su relación con el conjunto de los fenómenos sociales.

Claudio Spartak publicaba, hace unos días, en esta página web, un artículo sobre este tema en el que observaba justamente que no habría tanto corrupto si no hubiera corruptores, y que éstos resultan ser los banqueros y grandes empresarios. Ciertamente, puede haber cargos públicos que se apropien de los dineros del Estado, sin que existan otros beneficiarios. Al dirigir los focos exclusivamente hacia los corruptos, la oligarquía financiera pretende hacernos creer que esta excepción es la regla, para así borrar sus propias huellas de la escena de estos crímenes y de otros mucho más graves. Porque, efectivamente, ella comete delitos contra el pueblo mucho más graves que la corrupción. Precisamente ésta -que, como se confirma ahora, viene de muy atrás- resalta por el contexto actual de escasez de empleo y de recursos para la mayoría causado por esa oligarquía. A pesar de la dedicación mediática a esta cuestión en detrimento de otras, las encuestas del CIS atestiguan que la población no es tan fácil de engañar y que le siguen preocupando más sus dificultades económicas. Y es que, basta con comparar los millones de euros defraudados por los corruptos con los cientos de miles de millones de euros volatilizados por la crisis (empleos, salarios, quiebras, rescates,…), para comprender que la corrupción sólo es una pequeña partícula de los problemas del pueblo y que está lejos de ser la causa de los mismos.

Parece que los grandes medios de comunicación reprocharan a los corruptos solamente el dinero público que se llevan para sí, pero no el que va a parar a los bolsillos de sus corruptores. En el mejor de los casos, sólo se refieren a ello como si fueran actos aislados e individuales, en lugar de actos sistemáticos de una determinada clase social. Si la corrupción fuera un mero defecto moral de algunos individuos, los mecanismos de la actual democracia representativa habrían bastado para sustituir a unos cargos electos indignos por otros que merecieran la confianza depositada en ellos; y también para que éstos castigaran a los empresarios corruptores. Pero no ha sido así, lo que nos mueve a pensar que un futuro gobierno de Podemos o de cualquier otra fuerza política bienintencionada nada podrá hacer si no comprende y si no modifica el sistema económico que generaliza la corrupción política.

Las tramas, que antes eran consentidas, ahora son denunciadas, porque la crisis económica agudiza la lucha entre los capitalistas corruptores y, además, ya no les permite comprar el silencio de considerables sectores de las “clases medias”. Emerge, como la punta de un iceberg, el obsceno enriquecimiento de los representantes políticos de la ganancia capitalista y de la miseria obrera. Pero el grueso sumergido del iceberg lo forma la clase capitalista y, sobre todo, su cúspide oligárquica, cuyo patrimonio ha acelerado su crecimiento desde que empezó la crisis, mientras se reduce el porcentaje de parados que perciben ayudas, cada vez son más las familias que sobreviven únicamente con alguna pensión de jubilación, etc.

Como explicó Engels, con la sustitución del régimen feudal por el capitalismo, “la corrupción ocupó el lugar de la opresión violenta”[1]. Lejos de ser un fenómeno excepcional, sería por consiguiente la regla política medular del actual régimen burgués. Sin embargo, esto parece contradecirse con la tendencia austera del régimen de producción capitalista a dedicar la máxima cantidad posible de riqueza a la acumulación para incrementar la producción, y no al enriquecimiento personal del capitalista o de sus servidores.

“Con la especulación y el sistema de crédito -explica Marx-, los progresos de la producción capitalista abren mil posibilidades de enriquecerse de prisa. Al llegar a un cierto punto culminante de desarrollo, se impone incluso como una necesidad profesional para el ‘infeliz’ capitalista una dosis convencional de derroche, que es a la par ostentación de riqueza y, por tanto, medio de crédito. El lujo pasa a formar parte de los gastos de representación del capital.”[2]

Veamos ahora por qué ese dispendio no puede circunscribirse exclusivamente a los propietarios del capital. Éstos necesitan poner de su parte al poder del Estado, frente a sus adversarios, en particular, frente a la clase obrera:  por ejemplo, necesitan reformas de la legislación laboral que les permitan aumentar la explotación de los trabajadores, elevar sus ganancias, acelerar la acumulación de capital y desplazar a sus competidores extranjeros. Y, para eso, precisan de diputados que dicten este tipo de leyes, de gobernantes que las apliquen y de jueces que condenen toda transgresión de las mismas. Pero estos depositarios de la soberanía popular sólo aceptarán prestarles tales servicios si, a cambio, se les retribuye con cantidades de dinero elevadas, cercanas a las que perciben los propios capitalistas como gerentes de sus negocios y, en todo caso, superiores a unos sueldos públicos limitados por la función aparente del Estado como representante de la sociedad entera y no de su clase económicamente dominante. La parte extra-legal de este soborno será pues tanto mayor cuanto más democrático sea dicho Estado.

Bajo la democracia parlamentaria -señala Engels-, “la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero en cambio de manera más segura”, en primer lugar, mediante “la corrupción directa de los funcionarios públicos” y, en segundo lugar, mediante una “alianza entre el gobierno y la Bolsa”.         “La razón -añade Lenin- por la cual la omnipotencia de la ‘riqueza’ es más segura en una república democrática es que no depende de la defectuosa envoltura política del capitalismo. La república democrática es la mejor envoltura política posible para el capitalismo; y,  por lo tanto, una vez que el capital logra dominar (…) esta envoltura óptima, instaura su poder con tanta seguridad, con tanta firmeza, que ningún cambio de personas, instituciones o partidos en la república democrática burguesa puede conmoverlo”.

Por consiguiente, el problema de la corrupción no podrá resolverse únicamente sustituyendo gestores políticos, sino suprimiendo a la vez la necesidad de sobornarlos que emana del propio régimen económico.

“Hasta que llegue la fase ‘superior’ del comunismo -dice Lenin-, los socialistas exigen el más riguroso control por parte de la sociedad y por parte del Estado sobre la norma de trabajo y la norma de consumo, pero dicho control debe comenzar con la expropiación de los capitalistas, con el establecimiento del control obrero sobre los capitalistas y debe llevarse a cabo no por un Estado de burócratas, sino por un Estado de obreros armados.”[3]

Las exigencias éticas e ideológicas son absolutamente necesarias y útiles para combatir la corrupción en las filas de las organizaciones obreras, pero serán insuficientes, y totalmente ineficaces a escala del Estado y de la sociedad en su conjunto, si no se empiezan a tomar también las siguientes medidas: 1º) expropiación de los mayores capitalistas; 2º) control obrero sobre los restantes capitalistas; 2º) sustitución de los burócratas que están al frente de los aparatos del Estado por representantes directos de los trabajadores. Mientras el programa político por el que se movilizan las masas no incluya estas reivindicaciones, haremos camino y experiencia, pero no podremos acabar con la corrupción.

 


[1]     F. Engels, Anti-Dühring

[2]     C. Marx, El Capital

[3]     V. I. Lenin, El Estado y la revolución