Las manifestaciones convocadas ayer por la tarde han llenado las plazas de pueblos y ciudades. Como ya ha pasado en el reciente 8 de marzo y en las movilizaciones de pensionistas, estas tienen un auténtico carácter popular en las que se hace notar la presencia en grandes cantidades de personas que no pertenecen al ámbito del activismo y la militancia en organizaciones sociales y políticas.
Si bien las movilizaciones de ayer estaban motivadas por la indignación ante el conocimiento del fallo que dictamina «abuso sexual» ante una evidente y monstruosa violación de 5 hombres a una chica cuando regresaba a su casa, hay un fenómeno más profundo detrás de todo esto, pues en los últimos años vivimos una catarata de desmanes judiciales, corrupción y provocaciones contra el pueblo que se han unido con las políticas de recortes y austeridad y el deterioro de las condiciones laborales y de vida de la mayoría social trabajadora.
El mismo aparato judicial que no puede evitar ocultar su nacional-catolicismo y su machismo genético, es el que encarcela sindicalistas, activistas y raperos. Los mismos jueces que levantan la mano ante la corrupción y permiten el incumplimiento de sentencias que afectan a las multinacionales. Los mismos que se han dejado utilizar como punta de lanza de la oligarquía española y catalana, frente a la pequeña y mediana burguesía nacionalista catalana, en esa extraña guerra de banderas en las que las partes contendientes se odian y se necesitan al mismo tiempo, a la vez que ambas intentan sumar a la clase trabajadora a sus filas.
A pesar de la propaganda que insiste en la independencia del poder judicial, no son capaces de evitar que salte a la vista la clara connivencia de los jueces con el poder político y económico y el papel fundamental que tienen a la hora de mantener el statu quo en un régimen que vive fuertes contradicciones internas desde el estallido de la crisis económica del 2008. Es en ese contexto, en esa zona gris, donde habitan los monstruos que asoman la cabeza en forma de franquismo, racismo y xenofobia, corrupción, militarismo, machismo, nacionalismo y bajo todo ello la explotación laboral y la maquinaria de acumulación de capital que no se pueden permitir que frene el ritmo.
El fallo del caso de La Manada no es más que la punta del iceberg de un régimen que está podrido de raíz, que tiene serias dificultades para mantener la unidad de las facciones políticas y económicas que lo alumbraron y que debilitado puede ser incluso más peligroso.
Desde el Partido del Trabajo Democrático denunciamos el fallo del caso La Manada que supone un peligroso precedente para los derechos de todas las mujeres y muestra, una vez más, que la justicia depende de la clase social que la ejerza, salvaguardando los intereses de aquellos que la dominan.